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sábado, 28 de abril de 2012

Capítulo 1


Las notas nostálgicas y melancólicas que tocaba en mi violín eran debido a la muerte de Haibara. No sabía exactamente cuantas horas habían transcurrido mientras tocaba el instrumento, lo que si sé, es que a penas dormía, puesto que si lo hacía, la muerte de mi hermana me atormentaría en mi sueño, para convertirse en una desgarradora pesadilla. Tampoco veía a mis otras tres hermanas y si lo hacía, las ignoraba.

Nunca salía de mi oscura habitación, horas en las que me encontraba rodeada por cuatro paredes de piedra envejecida por los años y unos pocos muebles de madera de aspecto suntuoso y siniestro. Tampoco permitía que los criados entrasen a limpiar, les había dejado bien claro que si lo hacían sufrirían la más dolorosa de las muertes.
Me sentía culpable por la muerte de mi hermana, y de hecho, lo era. ¿Qué ser contemplaba la muerte de su hermana y no hacía nada por impedirlo? Yo era la respuesta.
Sabía que pronto perdería la cabeza, de todas formas, nadie perdía nada importante en sus vidas. Mis hermanas pequeñas se merecían a alguien capaz de protegerlas, y yo no era la adecuada para ese cometido.

Las cinco hermanas de la Oscuridad formábamos el alma de Satanás, y Haibara había fallecido, lo que advertía de que Satanás había perdido parte de su alma, y la locura en nuestras mentes había aumentado de manera considerable. Es por eso, que mantenernos todas con vida era algo crucial si no queríamos perder más la cabeza.
Parte de nuestra vida había muerto con Haibara.

Oí el chirriante pomo de la puerta girarse y mis nervios afloraron en ese mismo instante.

-Deberías descansar, Rosen –Era la voz de Sheila, la cuarta de las hermanas.

No era de mi agrado el apodo de “Rosen” en el lugar de “Rosalinda”, que era mi verdadero nombre, pero mis hermanas pequeñas siempre lo habían utilizado para nombrarme y tras años de intentos por corregirlas, me di por vencida y terminé por familiarizarme con él.

Suspiré y dejé de tocar la melodía en el violín. Giré el rostro para verla y luego me acerqué a la ventana. El paisaje desolador del Infierno ya no era agradable, el aire estaba cargado de terror e inquietud por parte de los demonios.

-Yo no soy ella. –Repuse.

Respiré hondo y me volteé para verla. Aún permanecía bajo el marco de la puerta, algo insólito por su parte. A sus quince años, era una joven enérgica y considerablemente desobediente, manipuladora y al contrario que yo, ella nunca pensaba dos veces antes de obrar. Sheila sabía lo que pensaba de ella, simplemente que era una niña muy infantil.

Su físico era bastante peculiar, resaltando en especial su fino cabello, que se distribuía en tres colores predominantes que comenzaba en las raíces con un rubio dorado y empezaba a degradarse hasta conseguir un rubio cobrizo y finalmente alcanzar en las puntas el color fucsia. Habituaba llevarlo recogido en dos largas coletas que sobrepasaban de su cintura.
Sus ojos azul zafiro encandilaban a cualquiera, podían lograr aparentar ser sinceros y bondadosos, pero en realidad, quienes la conocíamos de verdad, como el resto de la familia, sabíamos perfectamente que en cualquier momento podían estallar de ira y verse reflejadas en ellos resplandecientes llamaradas azules. Su tez era pálida como la luna y suave como la seda, lo cual compartíamos todas nosotras.

-Veo que empiezas a madurar –Comenté con voz fría.

No pude evitar aferrarme a mi violín que aún sostenía en mis manos, uno de mis preciados tesoros, herencia que me quedaba de mi abuela a la que nunca había llegado a conocer y de la que hoy no tengo ni un mísero recuerdo suyo. Ese instrumento parecía tener vida propia, conseguía transmitirme calma, y era por eso que nunca me había separado de él y procuraba mantenerlo en perfecto estado, puesto que el paso de los años se apreciaban en la madera.

Me acerqué a los pies de la cama donde estaba el estuche abierto y guardé el instrumento con sumo cuidado.

-Sabes perfectamente que tendrás que ocupar su lugar en el trono. –Replicó mi hermana.

Sheila entró en la habitación y se acercó a mi lado. Inmediatamente la miré con el ceño fruncido, ese descaro con el que había entrado en mi habitación no me había gustado nada y menos aún su comentario, pero ella me devolvió una mirada desafiante. Sentí como la ira comenzaba a arder en mi interior debido a su insolencia.

-¿Es que no te das cuenta? –Le grité furiosa- ¡No quiero ocupar su lugar, quiero vengar su muerte!

Sheila permaneció en silencio, sabía que ella también deseaba vengarse por la muerte de Haibara, pero seguramente se estaría preguntado por qué después de medio año que había pasado yo aún no lo había hecho.

-No lo entiendes, ¿verdad? -Hizo una pequeña pausa y respiró profundo cerrando los ojos unos segundos para calmarse- Se requiere una reina para la Oscuridad, y después de su muerte...

Sheila torció la cabeza hacia un lado y vi como una lágrima caía por su mejilla. Pasó su mano rápidamente por ella y la secó. Después volvió la mirada hacia mí.

-Es tu turno Rosen -Dijo con firmeza, aunque pude notar un atisbo de tristeza en su tono de voz- No puedes quedarte aquí para siempre, la Oscuridad necesita ayuda. Ayuda que solo podemos proporcionar nosotras. –Dijo haciendo énfasis en la última palabra.

-¿Y qué ayuda puedo ofrecer yo, Sheila? Tan solo tengo diecisiete años, se suponía que Haibara iba a ser la futura reina, no yo. -Le repliqué- Además, ni siquiera quiero serlo.

Bufé y la empujé sutilmente hacia la puerta para que me dejara sola, pero eso la molestó bastante y apartó bruscamente mis brazos mirándome llena de ira.

-¡Rosen, basta ya! Es tu futuro y no puedes cambiarlo, deja de esconderte y comienza a tomar las riendas del Infierno -Gritó mientras gesticulaba exasperada- ¿Y qué si tienes diecisiete años? Sabes que estás preparada pero reconoce que tienes miedo. Miedo a fallarme a mí, al resto de tus hermanas y a la Oscuridad. Además, sabes perfectamente que Artemisa y mamá subieron al trono mucho antes de cumplir tu edad.

Artemisa era nuestra abuela, pero ninguna de nosotras la habíamos conocido, murió muy joven y a manos de nuestros enemigos, por esa razón Sheila y todas nosotras utilizábamos su nombre para referirnos a ella en vez de llamarla “abuela”, excepto Coraline, que era la única que tenía una estrecha relación con ella y no quería llamarla por su nombre.

Conocía a Sheila y en este momento estaba decidida a hacerme entrar en razón, y por mucho que me irritara, tenía razón, aunque no iba a dársela.

La observé fijamente con el ceño fruncido, y segundos más tarde cerré los ojos y respiré hondo.

-Supongo... –Vacilé unos segundos en mi respuesta, aún no estaba segura, pero debía armarme de valor- Que no puede esconderme por más tiempo.

Cuando abrí los ojos de nuevo, vi que Sheila me esperaba justo debajo del marco de la puerta. Caminé con firmeza hacia ella y salimos de la habitación.
El pasillo estaba oscuro, a los criados se les había olvidado encender las velas de las lámparas  que había en las paredes. El suelo de piedra estaba cubierto por una alfombra roja de terciopelo completamente sucia, nadie se había molestado en limpiar el pasillo que conducía a mi habitación. Criados inútiles.

-¿Os habíais olvidado de mí? -Pregunté a Sheila mientras la alcanzaba por el pasillo.

Sheila me miró confundida sin saber a que me refería. Señalé el pasillo y ella sonrió.

-Sabes que no. Pero pretendías matar a todo criado que entraba en tu habitación para limpiarla, así que decidieron no acercarse ni siquiera al pasillo.

-Excusas baratas. Son unos inútiles.

Sheila continuó sonriendo y miró hacia el frente moviendo la cabeza mientras pensaba su respuesta.

-Puede ser -Comentó.

Bajamos las anchas escaleras imperiales y nos dirigimos al salón donde estaban Coraline y Freya. Cuando entramos, las encontramos sentadas en un gran sofá de piel negro, esperando por nosotras dos para beber el té juntas.

Cora seguía tan pequeña como siempre, por algo era la más joven de la familia.
Su fino cabello blanco y corto estaba adornado con una cinta negra formando un lazo encima de su cabeza, tenía flequillo el cual acostumbraba llevarlo hacia el lado izquierdo sin llegar a ocultar ninguno de sus radiantes ojos rojos que se asimilaban a los rubíes, y que hipnotizaban a cualquiera, literalmente.
Con tan solo doce años era una niña callada, a pesar de que mantenía la compostura en cualquier caso y siempre con la educación requerida para cada ocasión.
Su carácter era de los más extraños de la familia, Coraline sufría trastornos bipolares y cierta esquizofrenia*. Te podía encandilar con su tierna mirada, su inocente sonrisa, y sus dulces y delicadas palabras, como degollarte al instante, ser cruel y torturarte hasta provocarte la muerte.

Freya tenía la taza entre sus manos, y con los ojos cerrados y una pequeña sonrisa olía el té verde que tanto la cautivaba.

-¿Por fin te has decidido a plantarle cara a la realidad, Rosen? -Inquirió Freya.

La pequeña sonrisa aumentó en la comisura de sus labios, mientras abría los ojos dejando ver el color anaranjado de estos, que evocaban a los de un tigre.

Freya era la mediana de las cinco, es decir, la tercera hermana.
Su cabello era largo, verde y rizado, como si de serpientes se tratase. Siempre lo llevaba suelto ya que no le agradaba tener que recogerse el pelo, ni siquiera el desordenado flequillo que ocultaba parte de su frente.

Aunque aparentemente no lo pareciese, Freya era una persona entusiasta, alegre y divertida. No le gustaba estar sola, excepto cuando se encerraba durante horas en la biblioteca, y desde siempre, había sido la más pacífica y tranquila de la familia. Tenía una gran paciencia y adoraba burlarse de la gente. Era dulce, pero también atrevida y odiaba mi egocentrismo desde pequeña.
También era amante de la naturaleza desde que nació, debido a que ese era su poder, el bosque y la tierra, elementos poderosos, como el fuego que dominaba Sheila.

Fulminé a Freya con la mirada y esta la ignoró mirando la taza de té que tenía entre sus manos mientras mantenía su sonrisa.

-Me gustaría que te pusieras en mi lugar. –Comenté.
                                                                                                           
-Lo he hecho, y exageras demasiado. –Respondió ella socarrona.

-¿Cómo puedes estar tan tranquila después de la muerte de Haibara? -Le pregunté en un tono excesivamente elevado, que todas percibieron al instante, incluida yo.

Freya frunció el ceño molesta y dejó caer la taza de té que tenía en sus manos al suelo. El estallido de la porcelana sobre el suelo sobresaltó a Sheila que dio un pequeño respingo.

-¡Así que eso es lo que piensas! ¿Crees que no he sufrido por su muerte? –Vociferó.

-¡No, pero apenas han pasado seis meses y ya sonríes sin ningún remordimiento! –Repliqué siguiendo su mismo tono de voz.

Freya se levantó del sofá, caminó hacia mí y permaneció a escasos centímetros mirándome sulfurada.

-Y tú te has pasado el mismo tiempo en tu habitación escondida de todos y de todo. No eres nadie para decirme como me siento después de la muerte de Haibara. Yo he sufrido igual que todas, pero intento no convertirme en una amargada y evitar las lágrimas como tú. -Me observó unos segundos con expresión desafiante y seguidamente me empujó hacia un lado- Apártate de mi camino.

Le agarré la muñeca a tiempo y la hice retroceder varios pasos hasta que volvió a su anterior posición.

-¡Aún no hemos terminado la conversación! –Le dije colérica.

Ella me miraba fijamente y yo no vacilaba en hacer exactamente lo mismo.

-Rosen, suéltame o tendremos problemas.

Freya dio un tirón tratando de soltarse de mi agarre pero yo la sujeté con más fuerza, clavándole ligeramente mis uñas en su piel.

-Calmaos las dos, si no tan solo habrá inconvenientes. –Alertó Sheila, que se había sentando en uno de los reposabrazos del sofá cerca de Cora.

Me serené y entré en razón. Debía canalizar mi ira, a veces me jugaba malas pasadas.

Solté la muñeca de Freya y ésta la retiró bruscamente echando a andar fuera del salón sin decir nada.

Tras unos minutos se oyó un portazo, y seguidamente el eco de unos pasos que parecían acercarse al salón. Pocos segundos después, Yami entró por la puerta y se dirigió hacia nosotras.

Yami era un demonio, y siguiendo la rama de su familia, los Yashahi, se había convertido en la consejera del reino y una gran amiga de la familia, en especial de Haibara, quizás fuese porque ambas tenían la misma edad.
Su cabello era largo, fino y rojo como la sangre, sus ojos eran grises aunque poseían un destello plateado en ellos. Su tez, era pálida como la mayor parte de los de su raza.

Era perversa aunque no solía mostrarlo si no era necesario, y su mayor diversión era el provocar pesadillas en los sueños de los humanos a través de su mente.

-Ya estabais tardando en montar algún escándalo en el castillo –Comentó divertida mientras nos sonreía.

-Esta vez han sido ellas –Se justificó Cora sonriendo con malicia.

-Lo sé, he oído la conversación.

Yami me dirigió una mirada inexpresiva y después suspiró y yo fruncí el ceño observándola extrañada.

-Has tenido tiempo suficiente así que… ¿Cuáles son tus planes? –Preguntó mientras se sentaba en uno de los sillones y posteriormente cruzaba sus piernas.

-Saben que queda una de nosotras viva, Anabella me vio. Pero es muy posible que piensen que solamente quedo yo. –Respondí con seriedad sin mirarla.

Sheila y Cora escuchaban con interés la conversación que manteníamos Yami y yo. Las miré unos instantes y clavé las uñas en los brazos del sillón. Yo no podía ocultarme, ellos sabían que yo era una princesa Oscura, pero mis hermanas aún tenían la oportunidad de huir.

-Tarde o temprano me enfrentaré a Anabella, es inevitable.

-Pero no sola –Replicó Sheila frunciendo el ceño.

-¡Esto es algo muy serio Sheila!

-¡Me da igual, no voy a dejarte sola cuando luches con Anabella! No quiero volverme más paranoica de lo que estoy por culpa de la muerte de Haibara.

Coraline se levantó mostrando indiferencia ante nuestra disputa.

-Voy a pasear con Dark, vuestros chillidos son insoportables. –Comentó mientras salía por la puerta del salón.

Dark era un lobo que ella misma había criado desde pequeño, y al cual le había concedido más años de vida, tantos como alcanzara ella.

-Vete Sheila –Le ordené a mi hermana. Ella hizo ademán de protestar pero no se lo permití- Vete!

Sheila gruñó mientras se marchaba, pero antes creó una bola de fuego en su mano derecha y la lanzó hacia una de las paredes provocando que algunas chispas saltaran cerca  nuestra.

Me sentía agotada de tanto discutir, así que me levanté del sillón y me dirigí de nuevo a la habitación.

-¿A dónde vas? –Inquirió Yami.

-Estoy harta de tanta conversación Yami, además, por el momento no quiero saber nada del trono.

-Estás siendo inmadura. Estás dispuesta a dejar el reino abandonado con tal de protegerte.
-¡Te equivocas! Solo quiero terminar con una cuenta pendiente.

-¡Oh, venga!  ¡Sabes que Anabella te vencerá mientras no controles tu ira! -Gritó Yami golpeando el sofá con las manos y levantándose.

-¡Tú no eres nadie para hablarme de la manera en la que lo estás haciendo!

Yami no era nadie para hablarme de esa forma. Que su familia fuese de las más poderosas entre los demonios y la cercanía que tenía con la nuestra no le daba derecho a gritarme, debía mantenerse respetuosa hacia mí.

Se quedó en silencio y bajo la mirada.

-Lo siento Rosalinda. –Dijo en voz baja disculpándose.- Pero entonces, ¿cuándo será oportuno atacarles?

Llevé una de mis manos a la cabeza suspirando.

-No lo sé… no sé nada!

Era verdad, no sabía que hacer, estaba perdida y el tiempo corría en nuestra contra, en contra de la Oscuridad.

Lo único que tenía claro, era que Anabella iba a morir, le arrebataría su vida como ella había hecho con la de mi hermana. Tarde o temprano nos veríamos las caras en Queimel y solo quedaría una con vida.


Me percaté de que el salón estaba en silencio. Yami me observaba con inquietud en su mirada mientras yo permanecía de pié a un metro de ella. En ese momento oímos los pasos de alguien que corría por el castillo, hacia el salón.

-¡Rosen! –Gritó Cora antes de aparecer por la puerta.

Se apoyó en el soporte jadeando e intentando recobrar el aliento.

-¿Qué sucede? –Pregunté con los nervios a flor de piel.

En ese momento se oyó una explosión y tras ella un temblor en el suelo que me hizo tambalear y perder casi el equilibrio. Yami se había aferrado al sillón mientras que Cora se apoyó en la pared y me miraba fijamente horrorizada.

-¡No tenemos más tiempo! ¡Vienen hacia aquí y a por nosotras! –Chilló.

-¿Qué? –Jadeé- ¡Asquerosas ratas!


sábado, 14 de abril de 2012

Prólogo


A veces la vida te sorprende con tanta ímpetu que parece que todo lo que ocurre a tu alrededor es un sueño, o en mi caso, una pesadilla, y cuando se trata de ésta última, no puedes huir, te apresa y te hace recordar tus peores pensamientos sin ninguna posibilidad de liberarte de esas ataduras que te afligen. Excepto una sola cosa, la realidad. Pero para mí, os puedo asegurar que eso es tan doloroso como las pesadillas.


Salí corriendo del palacio, el tiempo no estaba a mi favor, llovía de manera incesante y a causa de eso mi cabello y mi ropa se empapaba. Corría tanto como mis piernas me permitían, pero aun así no era suficiente. Desplegué las alas, que habían perforado mi piel como agujas hacia el exterior en cuestión de pocos segundos y que evocaban al plumaje de los cuervos.

Me elevé lo suficiente del suelo como para sobrevolar el bosque que se encontraba tras el castillo.
No sé si era la angustia o el terror que sentía en esos instantes, pero mi corazón latía cada vez más rápido y notaba mi cuerpo frío, congelado. ¿Por qué me sentía tan débil? Mi corazón bombeaba la sangre por todo mi cuerpo, haciéndolo temblar de tal manera, que si no hubiese sido por mis alas que me permitían alejarme del suelo, no me hubiera mantenido en pie ni tres segundos.

La duda de no saber dónde estaba mi hermana, ni lo que le pudiera ocurrir me angustiaba, eso era algo más que obvio. Sentía una tremenda desesperación por encontrarla.

-¡Haibara! -La llamé con un grito ensordecedor pero no recibí ninguna respuesta- ¡Haibara!

El silencio siguió reinando en aquel tétrico bosque, en el cuál no parecía haber rastro de vida.

Fue en ese instante cuando recordé que no estaría en el reino si su intención era asesinar a la princesa de la Luz, la cual pronto subiría al trono y sería nombrada reina. Llevaba mucho tiempo esperando este momento y mi hermana no iba a desperdiciarlo.

Quizás estuviese en Queimel, el lugar donde era más posible el encuentro entre seres como nosotros. Un lugar entre la Oscuridad y la Tierra, similar al Limbo. Un reino diferente, neutro, y absolutamente deshabitado. Víctima de cientos de guerras entre los dos mundos opuestos, con metas diferentes y formas muy distintas de conseguir sus propósitos.


Visualicé el lugar en mi mente y en pocos segundos estaba envuelta por una niebla oscura que fue volviéndose cada vez más densa hasta que mi forma no se diferenciaba entre ella, no veía nada, ni siquiera mi cuerpo. Tan solo divisaba oscuridad.
Cuando pude ver con mayor nitidez a través de ella, pude deducir que no estaba en el mismo lugar. El paisaje era muy distinto al otro donde me encontraba hacía unos instantes. Definitivamente viajé a Queimel.

El cielo estaba encapotado, pero aun así, algunos rayos de luz lograban traspasar las nubes y provocar el efecto Tyndal. El suelo era arenoso y polvoriento, apenas había árboles y plantas.
Veía grandes montañas rocosas a lo lejos, y entre ellas, escondido entre los árboles había un inmenso lago de agua cristalina que emanaba de una gran cascada. Lo sabía porque ya no era la primera vez que me encontraba en Queimel. Haibara y yo solíamos venir cuando éramos pequeñas y nuestros padres aún vivían, todo esto antes de la última guerra que se desató entre la Luz y la Oscuridad. Pero todo cambió con la noticia de sus muertes, Haibara debía prepararse para el trono que debería ocupar y por lo tanto, dejó de ser una niña demasiado pronto. Si mal no recuerdo, apenas tenía nueve años cuando sucedió todo eso.

Eché a correr en busca de Haibara. Recorrí tierra que parecía no tener fin hasta que tras unos terrenos elevados y rodeados de inmensas rocas escuché pequeños ruidos y algunas voces que a medida que me acercaba sonaban más fuertes y claras.
Exhausta de tanto correr, me apoyé en una roca mientras recuperaba el aliento.

Escuché un quejido de dolor y miré tras la roca. Allí estaba mi hermana, tirada en el suelo, pero acompañada de una joven de cabello largo, ondulado y de color lila, apagado y cenizo. Observé sumamente atenta que Haibara se levantaba lentamente, parecía cansada y dolorida. Su rostro estaba tenso y furioso mientras miraba a su contrincante con desprecio.

-¿Crees que terminarás conmigo tan fácilmente, Anabella? -Le inquirió mi hermana.

Así que ella era Anabella.
Haibara peinó bien su flequillo hacia la derecha. Era extraño, pero había recogido su largo cabello anaranjado con mechones rosas en una coleta.

-Así es, Haibara - respondió Anabella fríamente- No tienes ninguna posibilidad contra mí.

Mi hermana entrecerró los ojos mirándola fijamente mientras tensaba su mandíbula enfadada. Anabella miró hacia el suelo mientras soltaba un leve suspiro.

-Terminemos con esto de una vez.

Anabella tendió sus brazos hacia delante abriendo sus manos y observé como salían chispas. ¿Electricidad?

Haibara inmediatamente abrió una de sus manos e hizo brotar agua de ellas creando una barrera del mismo elemento. Con su mente podía mantener el agua de esa forma, o de otra si se le antojaba. Tocó el agua con el dedo índice, y la barrera de agua se fue congelando desde ese punto hasta los extremos. Pero tan pronto se había congelado, un fuerte chasquido atrajo consigo un rayo que partió el hielo en pedazos.

Mi hermana se cubrió el rostro con el brazo como escudo para protegerse de los fragmentos que volaban por todas partes. Debía ayudarla pero me sentía indefensa, y aunque había entrenado toda mi vida y preparado para ese tipo de situaciones, estaba aterrorizada.
Cuando vi que Anabella corría hacia Haibara con una daga en la mano, sentí el impulso de gritar, de correr hacia ella e impedirle que se acercase a mi hermana.

Sin embargo ella fue más rápida y empuñando la daga se aproximaba velozmente. El filo del arma atravesó la piel y las costillas, terminando por ensartar con saña el corazón.
La sangre empezó a derramarse por el torso de mi hermana y a deslizarse finalmente hasta el suelo, formando un gran charco de color carmesí.

Me llevé las manos a la boca y ahogué los gritos en mi interior.
Mi hermana sujetó la daga que tenía clavada en el abdomen y la retiró de su cuerpo soltando un jadeo de dolor y contemplándola cubierta de su sangre. Dejó caer el arma al suelo y al instante ella cayó tras no haber conseguido mantener el equilibrio.
Anabella recogió su daga y tras ese acto, percibí el olor, contenía veneno! Había bañado el filo en veneno y es por eso que Haibara… Un simple cuchillo no la habría matado, pero sí el veneno!
Ella se alejó del cuerpo malherido de mi hermana, mirándola fijamente a los ojos de forma impasible y fría.

Haibara exhaló su último aliento y yo horrorizada salí de detrás de la roca desde donde había presenciado aquella escena.

¡Haibara! –Corrí hacía ella, mientras que mis ojos empezaban a humedecerse por las lágrimas.
Me tiré al suelo de rodillas a su lado. Anabella se encontraba a varios metros de nosotras sorprendida por mi inesperada aparición.

-No te vayas, Haibara! Por favor… - Dije con voz temblorosa mientras sujetaba su rostro entre mis manos.

-Es vuestro destino, no podéis vivir sin transmitir dolor, rencor y venganza… Sois seres sin corazón y debéis desaparecer.- Yo no dejaba de mirar a mi hermana, esperaba que abriese los ojos y me dijese que estaba bien pero eso no sucedía, oía perfectamente las palabras de Anabella que me parecían veneno quemándome y destrozándome por dentro.

-Pagarás por esto… -Dije con la voz tan ahogada por la rabia que sonó baja como un murmullo y con la cabeza agachada, mirando a mi hermana que yacía en el suelo. – ¡Te juro que lamentarás el día en haber nacido, en haber matado a mi hermana y en haber dicho esas miserables palabras!- Nada más terminar de hablar Anabella desapareció entre una luz deslumbrante y cegadora.

-Haibara… no te puedes haber ido… por favor…- Las lágrimas descendían por mis mejillas. El cuerpo de Haibara comenzó a transparentarse, su largo y fino cabello empezó a perder el color, al igual que su piel y el largo vestido negro que llevaba puesto. El cristal de color rosa que tenía sujeto en una cadena de plata era lo único que seguía teniendo su color original.

–Haibara… ¡No! ¡No, por favor! –Intentaba sujetarla pero ya era imposible, su cuerpo parecía el de un fantasma, ya no podía tocarla. Sabía que iba a desaparecer y yo no podía hacer nada por evitarlo, solo tenía la opción de contemplarla por última vez hasta que solo quedase su cristal, la fuente de energía de cualquier princesa Oscura y en donde se guardaba la sangre de Satanás.

Cuando reaccioné, había desvanecido por completo, su cuerpo ya no existía, solo quedaba su cristal rosa en el suelo. Lo cogí con la mano temblorosa y lo contemplé unos segundos, parecía imposible que todo hubiera ocurrido tan rápido, que lo único que quedase de ella, fuera un cristal en forma de rombo. Lo apreté con fuerza entre mis manos mientras lo acercaba a mi pecho con fuerza, llorando desconsoladamente.
-Haibara… ¿Por qué tú? –El cuerpo me empezó a pesar y me dejé caer al suelo sin fuerzas, mientras seguía aferrándome al cristal de mi hermana y los ojos se me cerraban cansados de derramar tantas lágrimas.

                   *                     *                     *                     *                     *

Me desperté sobresaltada en la cama, había tenido la misma pesadilla de siempre. Desde hacía seis meses sucedía siempre lo mismo. No era nada agradable recordar todas las noches la muerte de mi hermana mayor. Freya, mi hermana pequeña, había probado a darme todo tipo de hierbas relajantes, pero todo había sido en vano.

Me levanté de la cama lentamente y arrastré los pies hasta la cómoda, miré mi rostro pálido en el espejo y cogí el cepillo con el que peiné mi cabello largo, hasta la cintura y del color de la ceniza. Abrí el cajón de la cómoda y busqué la diadema que siempre me ponía para adornar la cabeza. La encontré y me la puse atándola con las finas cintas que tenía, era la diadema que más apreciaba, mi madre solía ponérmela cuando era pequeña. El color negro de ésta contrastaba con el gris de mi cabello, mientras que mis ojos violetas hacían juego con una pequeña rosa del mismo color que estaba cosida a la diadema. Me quité el camisón y me puse un vestido largo y negro, de mangas largas y con varios volantes blancos al final de cada una.
Suspiré desolada y me senté en un sillón de terciopelo que estaba junto a la ventana, me reposé en él y observé como las gotas de lluvia se deslizaban por la ventana lentamente durante horas. Quería estar así siempre, sola. Era lo mejor para mí, y para mis hermanas.